domingo, 19 de mayo de 2013
Los Burgueses de Calais
Los Burgueses de Calais fue una de las obras más queridas por Rodin, y en ella trabajó arduamente varios años hasta captar el angustioso caminar de unos hombres hacia la muerte. En su estudio se multiplicaban los esbozos y maquetas, en terracota y yeso, del conjunto y de cada una de las figuras. Una y otra vez modela cuerpos desnudos andando, a los que luego superpone paños, hasta conseguir plasmar, no cuerpos humanos en su realismo anatómico, sino seres animados por la emoción de un triste presagio.
La escultura está realizada en bronce. Fue hecha por Rodin a finales del XIX y mide más de dos metros de alto. Se compone de seis hombres de igual altura y vestidos en ropajes similares. No se presenta jerarquía alguna en el grupo. Los hombres dirigen sus miradas a puntos diversos: cuatro de ellos hacen ademanes y toman un paso al frente, los otros dos permanecen tranquilos. Las figuras forman un grupo compacto, pero permanecen libres entre ellos. Las figuras están realizadas a tamaño natural y parecen agobiadas por sus prendas y sus desproporcionadamente grandes manos y pies.
Rodin, tras descartar el típico monumento con un gran pedestal, optó por situar a los personajes sobre una mínima peana triangular, casi a la altura del espectador, lo que les daba más humanidad (esto le acarreó múltiples discusiones con el cabildo municipal). Tampoco forman un único bloque, sino que se trata de seis figuras totalmente exentas, en la que es tan importante la materia que las compone como el espacio vacío que las rodea. Este aislamiento físico de cada una de las figuras está reforzado por un tratamiento retratístico, que rehuye la idealización, y por las distintas actitudes de los personajes.
Los ademanes de los hombres forman en conjunto un pausado movimiento rotatorio dentro de la escultura, que se produce por los muchos sentidos locales que el espectador sólo capta desde algunos puntos. Los hombres no se comunican entre ellos ni con el espectador. Cada rostro refleja rasgos individuales y da la impresión de sentimientos variados (resolución, angustia, apatía...). Rodin expresa con realismo a seis hombres que han sobrevivido un sitio de un año y que ahora dan su primer paso hacia la muerte. Algunos se inclinan, unos cabizbajos, otros con la cabeza alta, otros se tapan el rostro horrorizado con las manos, todos dudan. Los seis burgueses están vestidos con harapos y preparados para ser colgados.
La Catedral de Rouen
Desde el año de 1892 hasta 1894 Claude Monet produce la famosa serie de la Catedral de Rouen. Se traslada a una casa alquilada frente al templo gótico desde cuya ventana o desde la plaza adyacente pinta los diferentes efectos de luz sobre la fachada occidental del edificio. Monet insistirá en demostrar que los objetos varían dependiendo de la luz que los ilumine. No es lo mismo la luz en la mañana, que al mediodía, o con las sombras del crepúsculo. Con una dedicación casi obsesiva pintó estos 31 lienzos, altísima expresión del impresionismo, sobre la percepción fugaz del objeto observado: "Cuanto más viejo me hago más cuenta me doy de que hay que trabajar mucho para reproducir lo que busco: lo instantáneo. La influencia de la atmósfera sobre las cosas y la luz esparcida por todas partes".
La catedral adquiere todos los tonos de una forma casi misteriosa, los detalles del encaje y las formas de la piedra conforman un espectáculo de luz mas que un modelo arquitectónico, la imagen se centra en la portada aboliendo a porpósito la grandiosidad de las torres góticas, la perspectiva casi sin profundidad enmarca mas la luz que el objeto mismo. Metáfora tal vez del paso inevitable del tiempo, lo fugaz adquiere protagonismo, lo que es, ya no será y lo que vemos no durará. Pero el pincel se resiste a perder lo observado, y como resultdo, guarda en la tela el espectáculo de luces y sombras, casi desprevenido. Las obras representan así un escenario astronómico inquietante, producto del movimiento de rotación terrestre.
En una carta que el propio Monet dirige a su amigo Clemenceau, expresa " yo siempre he observado únicamente lo que el mundo me mostraba, Para dar testimonio de ello en mi pintura".
Del mismo modo Clemenceau, reflexiona, sobre la serie de las Catedrales: "Frente a las veinte vistas del edificio por Monet, uno se percata de que el Arte, en su empeño de expresar la naturaleza con exactitud creciente, nos enseña a mirar, a percibir, a sentir. La piedra misma se transforma en una sustancia orgánica, y uno puede sentir cómo cambia de la misma manera que un momento de la vida sucede a otro. Los veinte capítulos de muestras de luz en evolución han sido hábilmente seleccionados para crear una pauta ordenada de esta evolución. El gran templo es en sí mismo un testamento de la unificadora luz del sol, y lanza su masa contra el brillo del cielo".
La catedral adquiere todos los tonos de una forma casi misteriosa, los detalles del encaje y las formas de la piedra conforman un espectáculo de luz mas que un modelo arquitectónico, la imagen se centra en la portada aboliendo a porpósito la grandiosidad de las torres góticas, la perspectiva casi sin profundidad enmarca mas la luz que el objeto mismo. Metáfora tal vez del paso inevitable del tiempo, lo fugaz adquiere protagonismo, lo que es, ya no será y lo que vemos no durará. Pero el pincel se resiste a perder lo observado, y como resultdo, guarda en la tela el espectáculo de luces y sombras, casi desprevenido. Las obras representan así un escenario astronómico inquietante, producto del movimiento de rotación terrestre.
En una carta que el propio Monet dirige a su amigo Clemenceau, expresa " yo siempre he observado únicamente lo que el mundo me mostraba, Para dar testimonio de ello en mi pintura".
Del mismo modo Clemenceau, reflexiona, sobre la serie de las Catedrales: "Frente a las veinte vistas del edificio por Monet, uno se percata de que el Arte, en su empeño de expresar la naturaleza con exactitud creciente, nos enseña a mirar, a percibir, a sentir. La piedra misma se transforma en una sustancia orgánica, y uno puede sentir cómo cambia de la misma manera que un momento de la vida sucede a otro. Los veinte capítulos de muestras de luz en evolución han sido hábilmente seleccionados para crear una pauta ordenada de esta evolución. El gran templo es en sí mismo un testamento de la unificadora luz del sol, y lanza su masa contra el brillo del cielo".
El Molino de la Gallete
Uno de los templos del ocio parasino era Le Moulin de la Galette, un verdadero molino abandonado situado en la cima de Montmartre, el paraíso de la bohemia parisina habitado por artistas, literatos, prostitutas y obreros. Los domingos y festivos eran días de baile en Le Moulin, llenándose con la población que habitaba el barrio. Una orquesta amenizaba la danza mientras que alrededor de la pista se disponían mesas bajo los árboles para aprovechar la sombra. En su deseo de representar la vida moderna - elemento imprescindible para los impresionistas - Renoir inmortaliza este lugar en uno de los lienzos míticos del Impresionismo. Su principal interés - igual que en Desnudo al sol o El columpio - es representar a las diferentes figuras en un espacio ensombrecido con toques de luz, recurriendo a las tonalidades malvas para las sombras.
En las mesas se sientan los pintores Lamy, Goeneutte y Georges Rivière junto a las hermanas Estelle y Jeanne y otras jóvenes del barrio de Montmartre. En el centro de la escena bailan Pedro Vidal, pintor cubano, junto a su amiga Margot; al fondo están los también pintores Cordey, Lestringuez, Gervex y Lhote.
El efecto de multitud ha sido perfectamente logrado, recurriendo Renoir a dos perspectivas para la escena: el grupo del primer plano ha sido captado desde arriba mientras que las figuras que bailan al fondo se ven en una perspectiva frontal. Esta mezcla de perspectivas era muy del gusto de Degas, empleándola también otros artistas. La composición se organiza a través de una diagonal y en diferentes planos paralelos que se alejan, elementos clásicos que no olvida el pintor. Las figuras están ordenadas en dos círculos: el más compacto alrededor de la mesa y otro más abierto en torno a la pareja de bailarines.
La sensación de ambiente se logra al difuminar las figuras, creando un efecto de aire alrededor de los personajes. La alegría que inunda la composición hace de esta obra una de las más impactantes no sólo de Renoir sino de todo el grupo, convirtiéndose en un testimonio de la vida en el París de finales del siglo XIX. El propio Renoir comentó que necesitó alquilar una mansión rodeada de un gran jardín en Montmartre para pintar el lienzo, lo que perjudicó su precaria economía.
Impresión Sol Naciente
En esta obra el autor, Monet, nos muestra tres botes de remos que navegan por el puerto de la Havre, mientras al fondo, entre la niebla matinal y la humareda de las chimeneas de las fábricas, sale el sol.
Con una pincelada suelta y vigorosa, el pintor prescinde del dibujo centrándose en los efectos que la luz del amanecer ejerce sobre los objetos. Los botes y las personas que navegan en ellos quedan reducidos a simples manchas y la técnica utilizada es fruto de la espontaneidad e inmediatez que exige la pintura al aire libre y el deseo de captar no la representación real del amanecer en el puerto, sino la impresión causada por el amanecer y los efectos que la luz matinal provocan en el agua y el horizonte donde el humo espulsado por las chimeneras, símbolos de la era industrial, se mezclan con la neblina matinal.
Manet junto a otros pintores como Renoir, degas o Pisarro revolucionaron la pintura alejándose del dibujo y la función de representar la realidad que tradicionalmente durante siglos se le había atribuido a la pintura.
El Museo del Prado
El Museo del Prado fue construido bajo el reinado de Carlos III, en el año 1785. Fue un encargo directo del monarca al arquitecto Juan de Villanueva. El proyecto forma parte de un ambicioso plan de modernización científica, confeccionado a la medida del rey ilustrado y de su gabinete de intelectuales y artistas renovadores. En principio no había de funcionar como pinacoteca, sino que se trataría del Gabinete de historia natural. Así, formaba parte de otro gran complejo que incluía el Observatorio Astronómico y el Jardín Botánico, que aún hoy podemos visitar. Todo ello inmerso en los jardines del Buen Retiro, donde se incluía el Palacio levantado por Felipe IV. El proyecto supera con creces cualquier planteamiento actual de complejo cultural. El edificio en concreto se concibe como telón del Paseo del Prado, foro donde los haya para exhibición y práctica del chichisbeo, tan explotado por Goya en sus grabados: el paseo era el lugar de reunión de la nobleza y la burguesía, donde se lucían carruajes, modales y vestidos, patria del requiebro y el comentario sobre el prójimo. Era pues el mejor lugar para que todo Madrid pudiera contemplar el decálogo de la renovación arquitectónica propuesta por el círculo ilustrado de la Corte. El sentido del edificio es claramente el de un eje longitudinal, absolutamente simétrico y dividido en cinco cuerpos: dos rotondas en los extremos, dos galerías venecianas llenas de ventanales y un gran cuerpo central donde se ubica la fachada principal. El conjunto goza de gran uniformidad estética gracias a la columnata gigante que recorre sus paredes de principio a fin. El equilibrio, las ortogonales, la alternancia de claros y oscuros, así como la síntesis de las virtudes y las artes en las esculturas que adornan la fachada, son la esencia del Neoclasicismo, el estilo que pretende recuperar el equilibrio constructivo y moral tras la supuesta decadencia exuberante del Barroco. Asimismo, introduce criterios de urbanismo al articularse perfectamente con su entorno: la iglesia de los Jerónimos, el amplio paseo de bulevares franceses y las fuentes y jardines a los que se abrían las galerías venecianas. Mientras se concluían las obras de construcción del edificio del Museo de Ciencias Naturales (terminadas en 1811), se produjo la invasión francesa. Esta invasión es determinante para el futuro Museo del Prado, puesto que el rey José Bonaparte, gran renovador del urbanismo madrileño al cual no se le ha reconocido su mérito, promulgó mediante Real Decreto sus deseos de fundar un Museo de Pinturas. Su impulso era paralelo al que se daba en Francia durante la Revolución y el Imperio napoleónico. Originalmente, este Museo habría de ubicarse en el Palacio de Buenavista, más tarde en el de Godoy. Pero antes de que se reúna una colección suficiente para crear el núcleo del Museo, España expulsa a los franceses y restaura a Fernando VII. Éste, pese a su odio contra todo lo francés, considera muy aceptable la idea de reunir las colecciones reales en una galería del flamante edificio de Villanueva: así, en 1819 se abre oficialmente el Museo del Prado. Al otorgarse al edificio funciones de pinacoteca, destaca una característica especial que lo diferenciaba de otros museos europeos, a excepción del Louvre en París. Esta diferencia es su dedicación mayoritaria a la enseñanza de la historia de la pintura. De este modo, según la normativa de 1819, el Museo se cierra un día para ser limpiado, se abre otro al gran público y los cinco restantes se restringe el acceso tan sólo a copistas y estudiosos. Durante la década de 1819 a 1829, la mayor parte de las colecciones reales se transfirió al Prado; la colección se vio pronto incrementada por una medida política, la desamortización de los bienes de la Iglesia que legisló Mendizábal en 1835. Los conventos y las iglesias hubieron de desprenderse de gran parte de su patrimonio en beneficio del Estado. Las obras de arte, las pinturas y las esculturas sufrieron extravíos que nunca han sido solucionados. Ante el expolio general que se organizó, se decidió trasladar lo salvable al convento de la Trinidad, en Madrid. Se enviaron delegados a las provincias, encargados de catalogar nuestro patrimonio, pero con frecuencia estos delegados actuaron sólo en beneficio de sus intereses y las desapariciones continuaron a un ritmo alarmante. Finalmente, lo que se recogió en el Museo de la Trinidad fue traspasado al Prado en 1870, junto con la colección de cartones para tapices de Goya, conservados hasta entonces en el Palacio Real de Madrid. Antes de este traspaso, ya el Prado se había enriquecido con los fondos del monasterio de San Lorenzo de El Escorial; el motivo fue la amenaza de guerra civil en 1838. Desde ese momento, en El Escorial se conservan copias de los cuadros originales, que en su mayoría se realizaron en el siglo XVI y XVII por grandes artistas como Michel Coxcie, lo cual mantiene un inmenso atractivo artístico. El Prado se fue enriqueciendo y habilitando nuevas salas ante la abundancia de los legados. Los más representativos fueron: las Pinturas Negras de Goya, cedidas por el Barón d'Erlanger en 1881, 200 lienzos de la duquesa de Pastrana en 1889, el legado de Don Pablo Bosch en 1915 y en 1930 el de Don Pedro Fernández Durán, terminando con el de Don Francisco Cambó en 1940. El gran valor de los depósitos del Museo del Prado ha provocado que sufriera diversos robos y atentados a lo largo de su historia: desde el saqueo indiscriminado a las colecciones reales por parte de las tropas francesas durante la invasión napoleónica, hasta el robo de guante blanco de algunas de las valiosísimas joyas del Tesoro del Delfín en 1919. La última agresión tuvo lugar en 1995, año en que varios desconocidos prendieron fuego a una de las puertas blindadas de la fachada lateral. También durante la Guerra Civil el Museo tuvo un papel azaroso, puesto que los defensores republicanos de la capital recogieron en sus depósitos los cuadros más valiosos de las zonas amenazadas por los rebeldes: El Escorial, iglesias de los alrededores de Madrid, diversos conventos, los palacios reales que quedaban entre los dos frentes, etc. Durante la contienda, de 1936 a 1939, el director del Museo del Prado fue Pablo Picasso quien, ayudado por un Consejo Internacional, decidió la evacuación a Francia de algunas de las joyas más relevantes de nuestra pintura. El traslado se realizó en camiones hacia Valencia y Cataluña: por ejemplo, el Carlos V a caballo de Tiziano, los Fusilamientos de Goya y otros muchos. Al final de la guerra, los cuadros fueron devueltos escrupulosamente y se inició una intensa campaña de restauración de aquellos lienzos maltratados. Gracias a esta primera exploración intensiva de los materiales pictóricos se averiguaron ciertos secretos de algunos genios de la pintura, que hasta ese momento no habían podido ser desvelados. Por ejemplo, la brillantez de los colores de El Greco, así como su extraordinaria resistencia a los ataques de una plaga de hongos que hizo temer su pérdida, se atribuye hoy día al empleo de pigmentos mezclados con miel, que les confiere una dureza y aspecto esmaltado, característicos de la pintura del cretense. El Museo fue concebido desde sus inicios como galería de la historia occidental de la pintura, arrancando desde la Edad Media hasta nuestros días. Durante los últimos años, la pintura de los siglos XIX y XX se localizaba en el Casón del Buen Retiro, antigua dependencia del desaparecido Palacio del Buen Retiro, para permitir más espacio y diferenciar físicamente la ruptura del arte contemporáneo con el anterior. Este motivo decidió a Picasso a donar su Guernica al Prado, a modo de conclusión de esta historia europea del arte, donde constituyó uno de los principales atractivos del museo. Sin embargo, criterios del Ministerio de Cultura motivaron el traslado en 1994 de esta obra maestra al actual Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, junto con el resto de pinturas del siglo XX (Dalí, Miró, Juan Gris). Actualmente, la colección del Prado se organiza cronológicamente desde el siglo XII hasta el XIX. Los principales grupos son la Escuela española, la italiana, la flamenca y, en menor medida, las Escuelas holandesa, francesa y británica. El núcleo de pintura española tiene dos orígenes principales. Por un lado, la pintura que figuraba en las colecciones regias, de aquellos pintores de cámara que los reyes mantuvieron constantemente a su lado y con cuyas obras enriquecieron sus palacios y residencias de placer. Por tanto, este grupo de pintura española será una pintura cortesana, ligada a los personajes y actividades de palacio. El mejor ejemplo es la pintura de Velázquez, o los encargos que Felipe IV hizo a Zurbarán, Maíno y otros para su Palacio del Buen Retiro. Un segundo grupo de pintura española es mayoritariamente de corte religioso, encargada esta vez no por la Monarquía sino por la Iglesia o por particulares. Casi todos los Grecos que hoy están en el Museo tienen esa procedencia, así como los Murillos o las tablas más antiguas, las del último gótico castellano y valenciano, puesto que la pintura andaluza de fines del gótico y principios del Renacimiento apenas si tiene representación en el Prado. Estas pinturas, que no fueron acumuladas por los personajes de la Corte ni por los reyes a lo largo de los siglos, deben su entrada al Prado al momento en que se trasladó el antiguo Museo de la Trinidad a sus fondos. En la reunión de las colecciones extranjeras, el papel de los reyes a título personal, y de sus allegados, validos, embajadores, etc. fue determinante, especialmente en los dos grupos más abundantes: las Escuelas italiana y flamenca. El primer hito importante se debió a los Reyes Católicos. Desde la Edad Media, España había establecido estrechos lazos comerciales con las provincias flamencas, gracias a los intercambios de lana y materias primas; de Flandes se importaron masivamente tapices y tablas. La presencia de la tapicería flamenca en España es una de las más importantes del mundo, y hoy día se puede admirar casi en todo su conjunto en las galerías del Palacio Real de Madrid. Pero no sólo fueron grandes coleccionistas, sino que los Reyes Católicos establecieron una compleja red de alianzas matrimoniales con Inglaterra y Flandes, con miras a enlazarse con la poderosa dinastía de los Austrias. Sus objetivos se vieron colmados cuando su nieto Carlos I de España y V de Alemania recibía el título de emperador hegemónico de Europa. Carlos I fue el primer monarca en comprender hasta sus últimas consecuencias las posibilidades del arte como instrumento de propaganda y de prestigio. El núcleo de la colección del Prado que arranca de las colecciones reales extranjeras se debe a Carlos I. Tiziano fue su favorito, pero en general los artistas italianos y flamencos fueron muy cotizados en España. El hijo del emperador, Felipe II, continuó con la tradición de su padre, con mayor gusto artístico personal, y determinó para los siglos futuros la debilidad española por la pintura veneciana de Giorgione, Tintoretto, Veronés, el mismo Tiziano, etc. Esto no impidió que el rey, fundador del Escorial, se declarase profundo admirador de la pintura flamenca de Antonio Moro, El Bosco, Coxcie, Van der Weyden y muchos otros. Otros reyes, como Felipe III, no fueron coleccionistas a título personal, pero sí fueron obsequiados con valiosas pinturas por parte de sus aliados. Gran figura de las colecciones reales fue Felipe IV. Cuando Carlos de Inglaterra fue ejecutado en la revolución inglesa, Felipe IV envió a sus agentes para que obtuvieran las mejores joyas de su colección, subastadas tras su muerte. Cuando Cromwell fue depuesto y la monarquía inglesa restaurada, Felipe IV se negó a atender las peticiones de sus embajadores para devolver los bienes adquiridos en la subasta. La otra "hazaña" del rey español fue iniciar la construcción del Palacio del Buen Retiro, para cuya decoración llamó a los principales pintores de España y el extranjero. Durante el siglo XVII los reyes no se implicaron tanto como sus embajadores, entre los cuales destaca Rubens, que inundó la Corte con su obra, así como el italiano Luca Giordano. El otro impulso en las colecciones extranjeras lo determina Felipe V, el primer monarca español de la dinastía de los Borbones. El factor más importante fue la aparición de pintores franceses de Corte, llamados por la familia borbónica: Ranc, Mignard, Rigaud, Lorrain, Poussin... Carlos III, también Borbón pero de procedencia italiana, importó grandes obras de Tiepolo y Mengs, así como de Rembrandt y Tintoretto. Carlos IV fue el patrocinador de Goya y tras el paréntesis de la Guerra de Independencia, Fernando VII se convirtió en impulsor del Museo del Prado. Las lagunas que se produjeron de forma natural se han ido solventando a lo largo de la historia más reciente del Museo del Prado, especialmente durante la dirección de Madrazo y desde la constitución del Patronato del Museo. Esto ha conseguido llenar ciertos vacíos en las colecciones, como la serie de pinturas británicas, o algunos momentos del arte universal, como los primitivos italianos o el arte español. Aun así, el Museo del Prado se enriquece día a día con obras de relevancia universal para el patrimonio del hombre. Cada año es visitado por cientos de miles de turistas y madrileños que desean aproximarse a la obra de tantos genios de la pintura europea, misión facilitada por la feliz confluencia urbanística del triángulo museístico que componen el Prado, el Reina Sofía y el Thyssen Bornemisza.
La Clase de Danza
Dicha obra, realizada por Edgar Degas, se trata de una composición cuidadosamente construida. En el centro del salón, se encuentra el profesor de danza, que se dirige a la bailarina enmarcada por la puerta, mientras que en el fondo, otras bailarinas hacen sus ejercicios de estiramiento.
Consigue dar una gran sensación de perspectiva y de profundidad a través de la muchacha que está de pié, al fondo, con los brazos en jarra, repitiendo la pose de la bailarina del primer término. Logra crear una diagonal que sigue la línea del entablado del suelo.
El contraste entre el espacio vacío de la parte inferior derecha del lienzo es un recurso muy utilizado por el autor, así como la composición diagonal, que conducen la mirada hacia el fondo.
El número de tonos es muy reducido. El color predominante es el blanco de los vestidos, que contrasta con los vivos colores de los lazos.
sábado, 18 de mayo de 2013
La Habitación de Arlés
Van Gogh pintó varias versiones de su habitación durante su estancia en Arlés, en el interior de la casa amarilla donde convivió durante un breve espacio de tiempo con Gaugin.
Lo más destacado de la obra es su perspectiva deformada, como con un objetivo de gran angular.
El colorido es vibrante y plano, influenciado cmo él mismo conto a su hermano Theo por la estampa japonesa. Se resaltan los contornos lineales de las formas.
La pintura se aplica en capas espesas mediante pinceladas en franjas verticales.
En esta versión de su dormitorio Van Gogh pinta en la pared de la derecha varios retratos en miniatura de sus amigos Eugene Boch y Paul-Eugéne Millet. Estos originales se conservan todavía.
La Casa Milà
La Casa Milà, llamada popularmente La Pedrera (cantera en catalán), es una de las obras paradigmáticas del modernismo catalán y, quizá el edificio que mejor sintetiza todos los elementos arquitectónicos utilizados por Gaudí.
Pere Milà, el propietario, había visto la casa Batlló realizada también por Gaudí y quedó entusiasmado por su belleza, por lo que encargó al arquitecto catalán la realización de una gran casa de pisos de alquiler en su nuevo terreno. Posee un total de cinco plantas, más un trastero diáfano realizado en su totalidad con arcos catenarios y la azotea, así como dos grandes patios interiores y varios más pequeños.
Los espaciosos departamentos están dispuestos alrededor de la fachada y de dos patios circulares interiores. Gaudí proyectó una casa con formas onduladas y vivas, aludiendo al mar y a motivos vegetales.
El oleaje sinusoidal confiere un movimiento excepcional a la fachada de piedra absolutamente continua eludiendo las esquinas, que representa el mar.
Los distintos espacios están delimitados por tabiques divisorios no estructurales, lo que establece gran flexibilidad para modificar los espacios cambiando de lugar los tabiques o eliminándolos por completo.
En la terraza, las salidas de las escaleras son sorprendentes esculturas helicoidales revestidas con cerámicas pegadas y mármol. Las chimeneas recuerdan guerreros cubiertos con un casco. Todo el espacio es fantástico y futurista.
El desván está formado por una serie de arcos catenarios. Los elementos marinos se encuentran en la decoración interior : techos con movimientos, columnas de piedra esculpida y un mobiliario creado por Gaudi muy moderno.
Las aperturas parecen cavadas en la masa ondulante de piedra de la fachada y están adornadas con una magnífica obra en hierro forjado con formas vegetales para los balcones y las verjas, sorprendentes para ser los portales del edificio, simulando plantas trepadoras.
La estructura se basa en forjados de viguetas metálicas y bovedillas a la catalana que se sustentan por jácenas metálicas sobre pilares.
Como soporte de la fachada se usaron jácenas onduladas que se empotran en la piedra y están unidas a viguetas de longitudes variables.
En el desván, Gaudí construyó una serie de arcos catenarios de alturas variables según las anchuras de la crujía. Estos arcos sustentan por los lados las paredes de las fachadas exteriores e interiores y por encima la cubierta escalonada.
Las únicas paredes estructurales que hay son las de la escalera.
El Auditorium de Chicago
El proyecto del Auditorium de Chicago, hecho por Louis Sullivan, era construcción que formaria un complejo programa polifuncional, sala teatral, con un aforo para seis mil espectadores, hotel y oficinas con locales comerciales. Este proyecto incluía innovaciones tales como la ubicación de la cocina y comedores del hotel en el tejado, para ubicar los conductos de humo sin molestar. También satisfizo la petición de espacios flexibles, regulables por medio de paneles plegables en el techo y pantallas verticales que daban una
capacidad variable de 2500 a 7000 plazas.
El Auditòrium fue en su tiempo y en América el edificio más complejo y más grandioso de todo el país. Para poder financiar mejor una sala de conciertos y un teatro de ópera se envolvió la sala propiamente dicha en un bloque de edificios cuya explotación permitía sufragar las necesidades financieras de aquél.
Las 3 fachadas son iguales, tratamiento que deriva de Richardson. Aparece basamento, que se diferencia del resto por el material, y de ahí hasta arriba, una gran ventana rematada en arco, luego 2 arcos menores y por último, ventanas rectas como remate. Es de estructura metálica revestida en piedra, donde los bloques inferiores son más rústicos que los superiores. El edificio, en el que prevalece un sentido de bloque, no alcanza aún las alturas que caracterizan los protorascielos posteriores, aunque cuenta con una torre central que destaca en altura y hay una estructuración en vertical que se manifiesta expresamente en el diseño estratrificado de toda la fachada. Fachadas que son un elemento esencial en este tipo de edificiaciones porque se entienden como un simple cerramiento externo y por ello tratan de evitar la decoración gratuita, pero al mismo tiempo no acaban de desligarse totalmente de la inercia por agraciarlos con ornatos aunque sea mínimamente. Por eso, Sullivan, sin perder una estética de racionalidad reiterativa en la repetición y disposición regular de los vanos diversifica los tipos de ventanas en altura, alternando las de medio punto con las más sencillas, simplemente adinteladas, y asimismo variando el paramento, en un recuerdo clasicista de los palacios florentinos cuyos tres pisos se diferenciaban precisamente por la diversidad de su mampuesto. En este caso los primeros pisos son de granito rústico bastante almohadillado, y los superiores de arenisca.
Las 3 fachadas son iguales, tratamiento que deriva de Richardson. Aparece basamento, que se diferencia del resto por el material, y de ahí hasta arriba, una gran ventana rematada en arco, luego 2 arcos menores y por último, ventanas rectas como remate. Es de estructura metálica revestida en piedra, donde los bloques inferiores son más rústicos que los superiores. El edificio, en el que prevalece un sentido de bloque, no alcanza aún las alturas que caracterizan los protorascielos posteriores, aunque cuenta con una torre central que destaca en altura y hay una estructuración en vertical que se manifiesta expresamente en el diseño estratrificado de toda la fachada. Fachadas que son un elemento esencial en este tipo de edificiaciones porque se entienden como un simple cerramiento externo y por ello tratan de evitar la decoración gratuita, pero al mismo tiempo no acaban de desligarse totalmente de la inercia por agraciarlos con ornatos aunque sea mínimamente. Por eso, Sullivan, sin perder una estética de racionalidad reiterativa en la repetición y disposición regular de los vanos diversifica los tipos de ventanas en altura, alternando las de medio punto con las más sencillas, simplemente adinteladas, y asimismo variando el paramento, en un recuerdo clasicista de los palacios florentinos cuyos tres pisos se diferenciaban precisamente por la diversidad de su mampuesto. En este caso los primeros pisos son de granito rústico bastante almohadillado, y los superiores de arenisca.
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